sábado, 7 de febrero de 2009

Martí crítico de arte.

Marlene Vázquez Pérez.

La sensibilidad de Martí como crítico de arte aflora tempranamente en su escritura. Tal vez entre sus primeros textos al respecto habría que destacar los apuntes datados en 1879 que nos dan fe de su visita al Museo del Prado, durante su segunda deportación a España. Por ellos desfilan incendiados, subyugantes, tentadores, tenebrosos a ratos, los cuadros de Goya, a quien siempre consideró uno de los pilares fundamentales de la pintura moderna. Desde entonces, y para siempre, quedaría prendado de La maja vestida, encarnación suprema de la sensualidad y el encanto de la mujer española. Son notas tomadas al paso, sin ninguna intención editorial, y constituyen a la vez, juicios muy lúcidos acerca de la verdadera trascendencia de los maestros españoles, y prosa transida de un profundo aliento poético.
La Maja Vestida (Goya)
Durante sus casi quince años de estancia en los Estados Unidos el arte será materia frecuente de sus crónicas para diarios latinoamericanos, y de sus primeras colaboraciones para la prensa neoyorkina, sobre todo para el periódico The Hour. La agudeza de juicio de sus primeros trabajos se irá perfilando cada vez más en la medida en que entra en contacto con la producción plástica estadounidense, a la que compara con sus similares europeos y latinoamericanos. Lo mismo escribe sobre el pujante mercado del arte, conducido y monopolizado por experimentados galeristas como Stebbins o Stewart, sobre la suerte de mecenazgo que ejercen algunas ciudades como Nueva York, Boston, Louisville y San Luis con la instauración de premios en metálico para los autores ganadores de determinados concursos, que sobre la producción de los pintores norteamericanos del momento.

Conoce y valora la obra de William M.Chase, Swain Gifford, John S. Sargent, Arthur Quartley, Harry H. Moore, John G. Brown, entre otros. Su mirada no es siempre complaciente: disiente de los paisajes violentos del primero; no acaba de sensibilizarse con las marinas acabadas de Gifford, que en su criterio imita al pintor italiano Giambattista Tiépolo, último representante de la escuela veneciana; le reprocha a Sargent, notablemente dotado, hacer sus retratos a la manera del pintor académico francés Leon Bonnat; algo similar le ocurre con Quartley y Moore, demasiado cercanos al español Fortuny. Simpatiza mucho más con Brown por su tierna mirada a los pilluelos que crecen en las calles, lejos de toda protección familiar o social, sin perder por ello la inocencia y picardía propias de sus pocos años. Es muy posible, pues no hace mención explícita de sus cuadros, que entre las obras de este aludidas en sus textos se encuentren Passing Show y Street Boys at Play.

La mirada extrañada del latinoamericano termina haciendo un paralelo entre lo que se produce en pintura al norte y al sur del Río Bravo, para concluir haciendo un balance favorable a la pintura mexicana, que tan bien conoció durante su estancia en ese país:
¡Ah! Cuán diferentes resultados, los que hasta la fecha, y con tanto ánimo y precio, ha dado el arte rudo o imitativo de los Estados Unidos a sus practicantes, y el que, sin estímulo ni campo, ni más que una sola y buena escuela, rica en cuadros antiguos, lleva dado, con sus estudiantes, geniosos y pobres, el arte en México! Allí, a las pocas tentativas, rebozó lo que aquí falta: la personalidad. Al punto, la historia legendaria del país comenzó a estimular la fantasía de los jóvenes pintores. La atmósfera musical y luminosa de la tierra de México se puso en sus cuadros.

Si bien estima mayoritariamente a los pintores mexicanos, no deja de decir que algunos, como José Salomé Pina, Juan Cordero, Ramón Sagredo, Santiago Rebull o Joaquín Ramírez, aunque siguieron muy de cerca a su maestro, el español Pelegrín Clavé, ya mostraban un apego a lo americano muy evidente, una fuerza y originalidad notables que rindió frutos en cuadros y en sus discípulos, los jóvenes pintores mexicanos de aquel momento.

También permaneció atento a la presencia del arte europeo en la Babel de Hierro, de lo que deja impresión duradera en sus crónicas para La Nación en diferentes fechas. Así, asistimos deslumbrados a las descripciones formidables de diversas exposiciones, entre las que cabe mencionar sus textos “Nueva exhibición de los pintores impresionistas,” de 1886, o “La exhibición de pinturas del ruso Vereschagin.”, de 1889.

En su valoración de los impresionistas se hace notar la sagacidad del crítico que avizora a los perdurables. Su inventario inicial es convincente: “[...]acá están todos, naturalistas e impresionistas, padres e hijos, Manet con sus crudezas, Renoir con sus japonismos, Pissarro con sus brumas, Monet con sus desbordamientos, Degas con sus tristezas y sus sombras.”
Luego de hacerle justicia a estos pintores aún incomprendidos incluso en la propia Francia, donde se les criticaba acremente, Martí produce en torno a su obra páginas de gran expresividad poética, con lo que la creación pictórica se convierte en motivo generador de un nuevo acto creativo, de valor intrínseco, esta vez en la literatura:
“Ninguno de ellos ha vencido todavía. La luz los vence, que es gran vencedora. Ellos la asen por las alas impalpables, la arrinconan brutalmente, la aprietan entre sus brazos, le piden sus favores; pero la enorme coqueta se escapa de sus asaltos y sus ruegos, y sólo quedan de la magnífica batalla sobre los lienzos de los impresionistas esos regueros de luz de color ardiente que parecen la sangre viva que echa por sus heridas la luz rota: ¡ya es digno del cielo el que intenta escalarlo!”

De otro lado, y sobre este propio tema, aparece la reflexión ética en torno a la originalidad, tan válida para la creación en cualquiera de las esferas de la actividad humana como para la vida cotidiana: “Cada hombre trae en sí el deber de añadir, de domar, de revelar. Son culpables las vidas empleadas en la repetición cómoda de las verdades descubiertas.”

También, con su natural capacidad de establecer asociaciones entre objetos y fenómenos aparentemente distantes, determina certeramente la genealogía artística de estos nuevos pintores, herederos del primer Manet, Courbet y Corot; pero también, quién no lo sabe, emparentados con la tradición española: “De Velázquez y Goya vienen todos, esos dos españoles gigantescos: Velázquez creó de nuevo los hombres olvidados; Goya[...],bajó envuelto en una capa oscura a las entrañas del ser humano y con los colores de ellas contó el viaje a su vuelta.—Velázquez fue el naturalista: Goya fue el impresionista: Goya ha hecho con unas manchas rojas y parduzcas una Casa de Locos y un Juicio de la Inquisición que dan fríos mortales.”

Sin restar importancia a lo ya visto, tal vez el planteamiento más audaz por parte de Martí y que mejor revela el verdadero aporte de esta escuela pictórica a la Historia del Arte, es esta frase: “Toda rebelión de forma arrastra una rebelión de esencia.” Realmente, estos pintores estaban ya clausurando un siglo XIX que se aprestaba a abrir las puertas para una renovación sustancial en todo el acontecer artístico y literario posterior, preparando así el ascenso de las escuelas de vanguardia en las primeras décadas del XX, actitud iconoclasta que revelaba al nivel de la espiritualidad y la creación el hálito rebelde que se fortalecía en todas las esferas de la vida social.
Muchos años después de haber sido escritas estas páginas, cuando se celebraba en 1953 el Centenario de Martí, el cubano Alejo Carpentier, otro gran conocedor y crítico de las artes plásticas, dirá sobre ellas:
En años en que los museos y galerías eran mucho menos numerosos que ahora, y la reproducción de obras de arte estaba muy lejos de acercarse a la perfección técnica de la actual, Martí iba hacia la pintura con una seguridad de juicio, un conocimiento de las escuelas, una justeza de enfoques dignos de los más grandes críticos de arte del momento...Uno de sus textos extraordinarios—por profético, por exacto— es aquella piafante prosa que consagraba, en 1886, a una exposición de pintores franceses, dada en Nueva York... ¿Hay algo que cambiar acaso, al cabo de casi setenta años, a esta crítica martiana?[1]

La mirada de Martí a asuntos europeos no se limitará a zonas tradicionalmente relacionadas con nuestro hemisferio. Irá también en busca de nuevos horizontes, ensanchando así la noción que se tenía del arte que se gestaba en el Viejo Continente. Una de sus páginas más reveladoras al respecto son las que dedica al pintor ruso Vasili Vereschagin, quien ha perdurado como un cultivador de temas bélicos e históricos. Su oficio vigoroso, su realismo profundo, su rechazo a las academias, su sentido de lo épico, la desmesura de su país de origen, darán pie a Martí para esta magistral hipérbole, que sintetiza el espíritu de la obra valorada en sus contradicciones, síntesis y diversidades:
El ruso renovará. Es niño patriarcal, piedra con sangre, ingenuo, sublime. Trae alas de ángel y garras de piedra. Sabe amar y matar. Es un castillo, con barbas en las almenas y sierpes en los tajos, que tiene adentro una paloma. Debajo del frac, lleva la armadura. Si come, es banquete; si bebe, cuba; si baila, torbellino; si monta, avalancha; si goza, frenesí; si manda, sátrapa; si sirve, perro; si ama, puñal y alfombra. La creación animal se refleja en el ojo ruso con limpidez matutina, como si acabase de tallar la naturaleza al hombre en el lobo y en el león, y a la mujer en la zorra y la gacela.
Taj-Mahal (vereschagin)
Más adelante, en este propio texto, a la vez que valora pormenorizadamente los cuadros contemplados, con una prosa de un hondo efecto cinético y cromático, pues incita al intelecto en pos de la imagen, hace generalizaciones teóricas de valor permanente, que superan la vida efímera de la página de crónica, atada al hecho que la originó:
El alma ha de quemar, para que la mano pinte bien. Del corazón no ha de sacarse el fuego, y poner donde él un libro. El pensamiento dirige, escoge y aconseja; pero el arte viene, soberbio y asolador, de las regiones indómitas donde se siente. Grande es asir la luz, pero de modo que encienda la del alma.

Las breves líneas que aquí hemos esbozado representan sólo, para decirlo en términos hemingwayanos, “la punta del iceberg”, pues mucho resta aún por decir sobre esta faceta del pensamiento y la prosa de José Martí. Como ha podido apreciarse, con ella cumplió, sobradamente, como diría él de los impresionistas, “el deber de añadir, de domar, de revelar.”
[1] Alejo Carpentier. “ Martí y los impresionistas.” En Letra y Solfa, El Nacional, Caracas, 28 de enero de 1953.

Marlene durante el curso: La formación de un pensamiento estético: algunas consideraciones generales.

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